BANDERILLAS EN EL CAMPO
Aquella tarde la tertulia en la casa de Cádiz de don Sebastián Martínez andaba muy animada. Don Francisco de Goya se había recuperado bastante bien de su terrible enfermedad, aunque se había quedado sordo, y estaba de visita el maestro Pedro Romero, el torero más famoso del momento. El anfitrión mostraba su complacencia con tan grata compañía y hacía que sus hijas sirvieran dátiles y copas de vino fino de Jerez, de sus propias bodegas. El que más hablaba de todos, sin apenas dejar intervenir a los demás, era el torero.
Goya, que lo pintó en una placa de hojalata, titulada Banderillas en el campo (en ella se observa un coso, una gente tras la barrera, un torero con un capote en la mano y cuatro banderilleros), como no oía, no se enteró de la conversación; o la trabucó con o sin intención, o prefirió la componenda que se hizo en su mente a la verdadera historia que contaba Pedro Romero; porque, a saber qué llevaba aquel hombre en la cabeza o si quería distraerse después de tantos días de fiebre y oscuridad. El caso es que estuvo mucho tiempo hablando de la influencia que tienen las mujeres sobre los hombres hasta después de muertas, algunas mujeres; porque otras no, otras son olvidadas enseguida; asombrándose de Pedro Romero que, en el arenal, pedía consejo a una gitana que tuvo de criada para enfrentarse al toro. En realidad, el pintor no sabía si había entendido bien al matador pues que dudaba entre que el torero pidiera auxilio a la dueña o se lo diera ella gratuitamente.
Porque, vamos a ver, ¿qué disparate era aquel de que la sirvienta, ya fallecida, se hubiera puesto farruca en los últimos meses e insistiera al diestro en que le entrara al bicho por el pitón izquierdo y que incluso se permitiera cambiarle la estampa de La Macarena por la del Santo Cristo de Triana? ¿Qué era aquello de que le prohibiera torear en la Plaza de Ronda? Y ¿de lo que había entendido de que el maestro se ponía nervioso por cualquier cosa y discutía con los miembros de su cuadrilla hasta un par de banderillas? ¿Cómo podía ser tan grande el influjo de la criada? ¿Acaso se trataba de una enfermedad? A más, que Pedro Romero la interpretaba mal, se lamentaba de que le era cada vez más difícil comunicarse con ella, sostenía que se descontrolaba, y nadie le tenía que decir que andaba alunado, lo veía con sus propios ojos.
Mal asunto para un torero, mal negocio. Quizá debiera reposar un tiempo y mirar al mar como había hecho él, Francisco de Goya, llegando a encontrar sosiego. Porque no era natural que, Pedro Romero, con su cuadrilla en el burladero, el ganadero en el callejón, el público en las gradas y el bicho en la plaza, todos diciéndole alguna cosa, y sabiendo que su difunta criada estaba muy lejos, a ratos creyera verla asomada a una ventana situada en la inmensidad del cielo, y que le vinieran grandes lagrimones a los ojos que le cegaban y no le dejaban ver al enemigo de tal manera que toreaba a tentón.
Y lo que dijo el sevillano, o lo que imaginó el aragonés, que estaba en Ronda y andaba la corrida por el quinto toro en la suerte de varas, y el, Romero, tenía el capote mordido con los dientes y los ojos arrasados de lágrimas y, aunque alzaba la mirada al cielo, su criada, la señora Amaranta, que un día le leyó la buenaventura en la calle de las Sierpes y desde entonces entró a formar parte de su cuadrilla porque le aseguró un magnífico porvenir y nunca quiso de él otra cosa que pan y techo, no le decía nada sobre si el bicho, un toro astifino y bragado, estaba suficientemente castigado o no, y él dudaba si hacer señal al varilarguero o dejarle continuar.
Hasta que cambió de tercio el Presidente, y el torero se encomendó a doña Amaranta, le envió disculpas al lugar donde estuviere por haberla llamado pesada y regañona, y se entró en el burladero a mojarse la garganta y, disimulando, a secarse aquellas malditas lágrimas que no le dejaban ver.
Ya tomó la muleta y entró en el coso, recorrió con su mirada al respetable, avistó a la fiera y aún tuvo tiempo de alzar los ojos, de buscar a su criada en el ancho cielo para pedirle consejo y de pensar en dedicarle el brindis.
Y ya ¡eh, eh!, llamó al monstruo. El bicho se arrancó y entró a la muleta, uno, dos, una serie de naturales para terminar con un desplante. ¡Eh, eh!, se engallaba Pedro Romero. Y el público coreaba ¡ole!, y aplaudía enfebrecido. El torero, el respetable y la bestia se fundían en una faena a tres bandas.
Romero obedecía a la señora Amaranta que le hablaba desde la altura. Dos derechazos, dos ayudados por alto y un trincherazo. Le hacía caso porque la susodicha le había contado mil veces que su hermano —el de la dueña—, contra la voluntad de la narradora, se presentó en el coso de Chinchón vestido de rojo y oro y sin la estampa de la Virgen del Rocío apretada contra su pecho, pues que prefirió a Santa María de Atocha, y quedó cadáver en el arenal porque, además, no atendió a su hermana que le quería bien y le hacía señas desde la barrera para que cuadrara mejor al bicho, un mostrenco cojitranco que le había dado varios avisos y se arrancó en el peor momento. En el instante en que el torero entraba a volapié, con tan mala fortuna, que el pitón le penetró por la garganta y le salió por el colodrillo.
Don Francisco de Goya comentaba la historia de Pedro Romero, lo que pretendió leer en sus labios o lo que imaginó. Y no valía que don Sebastián Martínez y sus preciosas hijas le dijeran que había sido de otro modo. Que el maestro tuvo en Ronda una tarde magnífica, que realizó una faena de la que el gentío que llenaba la plaza hablaría durante meses, que, después de un capirotazo de antología, clavó al toro en la arena y que salió a hombros por la puerta grande. No valía, el pintor de Corte llevaba un cuento en su cabeza, una curiosa invención, que no dejaba de tener su gracejo. Cierto que tal vez a Romero le cayera mal, maldita la gracia que le haría, tal murmuraban las niñas de don Sebastián doliéndose de que, lo que imaginaba el señor Goya, era cosa de sufrir una extraña enfermedad o de ser poco hombre.
Varios días después las niñas de don Sebastián dejaron de protestar. Don Francisco no pintaría al diestro con lágrimas en los ojos, lo haría, eso sí, mirando al cielo, y trataría de poner a la señora Amaranta por allí puesto que tenía una especial intuición para advertir del peligro. Bueno, pues bueno, a Dios gracias, dijeron. Y lo dejaron hacer y le alabaron con calor las varias estampas que hizo de toros y toreros mientras estuvo hospedado en su casa. Además, el maestro Romero nunca se enteró del asunto.